Llevo días reflexionando sobre las características de un buen profesor de lengua extranjera, en busca de adjetivos que puedan describir tanto sus cualidades como los defectos a evitar. Pero lo único que no para de venirme a la cabeza no son palabras, sino imagenes y recuerdos. Gracias a estos recuerdos, como un viajero en su recorrido, me gustaría intentar explicar mis reflexiones y ojalá, encontrar aquellos adjetivos que tanto buscaba.
Mi primera profesora de lengua española, Giusy, es la que me dejó huellas de su pasión por ese idioma y su cultura. Ella solía organizar sus clases dejándonos actuar obras teatrales, creando y grabando programas de televisión y de radio, y fue ella la que nos permitió participar en un intercambio cultural. Cuando, durante el intercambio, me encontré altercando con un colega español, en lugar de castigos o desaprobaciones, mi profesora se felicitó conmigo porque había conseguido discutir en otra lengua. No tengo recuerdos relacionados con notas o examenes, con ansiedad, injusticias o falta de comprensión; cuando llegaba el momento de los deberes o de las pruebas, ya sabía que era un antiguo sistema escolar que los solicitaba y no mi profesora de español. Pero también recuerdo las críticas que, no obstante esas peculiaridades, y quizás por causa de ellas, Giusy recibía por parte de algunos otros docentes y por alumnos compañeros míos. De todos modos, todo el mundo, en mi clase, alcanzó buenas notas, sin darse cuenta de haber ido aprendiendo un idioma extranjero a través de dinámicas de enseñanza diferentes.
En cambio, mi primera profesora de inglés pasaba sus lecciones leyendo, leyendo, leyendo, repartiendo textos a sus alumnos que había que leer, leer y leer, porque para ella la pronunciación correcta representaba todo en el aprendizaje de una lengua extranjera. El resultado sin duda fue una óptima pronunciación de las palabras inglesas, pero falta de contenidos gramaticales, culturales, funcionales y comunicativos.
Para proveer a esas faltas, llegó otra docente en la que todos confiábamos por ser lengua nativa inglesa. Mismo resultado: se trató de otra “repartidora de fotocopias” que nunca aprendió los nombres de sus alumnos. Durante esa repartición, de vez en cuando yo desaparecía debajo de mi escritorio, dejando mis gafas a mi gemela, que entonces estaba en mi misma clase, y ella, la profe, nunca se percató que en clase faltaba una alumna.
Al fin, ¡llegaron los adjetivos! Un buen profesor tendría que ser: empático, justo, egualitario, creativo en el sentido de ser capaz de crear lecciones cautivantes, pero también en el sentido de que estimule la capacidad de creación de los estudiantes. Flexible, cuando algo no funciona bien durante la clase y por eso atento; generoso, curioso y creo que es quien influye de manera constructiva en la autoestima y en la autoevaluación de sus alumnos.